El “Silicon Valley” de Pakistán es un ‘Terror Valley’
Pakistán tiene abierto un Silicon Valley del terror. En él están instaladas las más inventivas y letales organizaciones del mundo, y todas están “open for business”. A él acuden emprendedores militantes de todo el globo; la mayoría son musulmanes de toda la vida, pero no faltan los conversos recientes. La mayoría, también, proceden de países confesionalmente islámicos, pero no faltan de Europa, de Estados Unidos, de Filipinas, del Cáucaso. Muchos de los emprendedores llevan al Valley un proyecto para un acto de terror concreto en un lugar concreto; otros acuden a él para aprender la tecnología que les falta, o el entrenamiento en las técnicas de organización de redes, o a que les den la patente de validez religiosa del acto de terror que se proponen emprender.
El despliegue del Terror Valley sobre el territorio es muy complejo. Aunque sus infraestructuras físicas mayores están implantadas en territorio pakistaní, tiene también base social y filiales en Cachemira, Afganistán y regiones interiores de Pakistán. Terror Valley está formado básicamente por corporaciones: las más antiguas, por ejemplo, son Jaish-e-Moahmed, Harkat-ul-Jihad-al-Islami, Harkat-ul-Ansar, etc., que nacieron para ayudar a los musulmanes en la primera guerra de Pakistán e India por Cachemira. Luego llegaron los talibán de Afganistán, para luchar contra los soviéticos que habían ocupado su país.
Ellos trajeron al que llegaría a ser el Steve Jobs (o Bill Gates, si se prefiere) de Terror Valley: Osama Bin Laden y su innovadora empresa, Al-Qaeda, con el prestigio que le daba haber acometido y ejecutado importantes actos de terror en África y el Golfo Pérsico contra los kafires, principalmente cristianos. En paralelo crecieron Lashkar-e-Jhangvi y Sipah-e-Sahaba-e-Pakistan, con excelentes ideas sobre cómo matar eficazmente chiitas, sufíes y cristianos de Pakistán y Afganistán.
No hay mercado que se resista a estos emprendedores del terror: Tehrik-e-Taliban-e-Pakistan ha elegido precisamente Pakistán para colocar su producto, y no duda en derribar cuanta barrera le pueda oponer el corrompido y occidentalizado estado pakistaní, con su policía y ejército. Pero Terror Valley no conoce de lealtades nacionales; es como la tecnología, que sirve para los buenos y para sus enemigos los malos.
Así que el ejército pakistaní también abrió su empresa en Terror Valley, con Laskar-e-Taiba, que no se mete en conflictos sectarios, sino que sirve los intereses geopolíticos del ejército, tratando de hacer imposible la pacificación de Afganistán en los términos deseados por Estados Unidos y la coalición internacional (y se supone que también por el presidente afgano, Ahmid Karzai), y poniendo obstáculos a la competencia de la India en ese prometedor mercado. Pero el ejército no concede monopolios, así que se mantiene abierto a la colaboración con todos los otros agentes de Terror Valley, como hacen las universidades norteamericanas con Silicon Valley.
Para eso tiene al Inter Services Intelligence (ISI), al que todo el mundo mira suspicaz e injustamente cuando muere un periodista aquí, una candidata a la presidencia del gobierno allá, etc., etc. Aunque mirado bien, la colaboración del ISI con los grupos de terror puede tener alguna ventaja para Occidente, porque se le acredita el tener prohibido, por lo menos a Laskar-e-Taiba, que cometa atentados contra Occidente.
Toda una industria del Terror
Cada una de estas corporaciones del terror comprende laboratorios, industrias, centros académicos y escuelas de aprendices. Si en Silicon Valley todo empezó en un garage, en Terror Valley hay un tipo de edificio que permite reunir bajo un mismo techo y sobre un mismo solar casi toda la cadena de producción de ideas y productos: la mezquita. En ellas hay salas para consejos de administración que asignan fondos y entregan material operativo, donde intercambian información y ofrecen seminarios formativos; en ellas se forman y motivan los terroristas, muchos de ellos ambiciosos jóvenes que buscan un codiciado premio: la instantánea concesión de las setenta y dos vírgenes proverbiales, reservadas para ellos por Alá cuando mueran en defensa de la fe, como si de ambiciosos tecnólogos, ansiosos por ganar su primer millón, se tratara. Pero no contentos sólo con captar el mejor talento disponible en el mercado, los empresarios de Terror Valley se dedican también a formar y captar las futuras generaciones: así, en el país, Pakistán, hay dos millones por lo menos de niños metidos en las madrasas, donde muchos de esos que se pasan el día dándose cabezazos sobre el Corán (los elegidos, vamos) ofrecerán su tiernas vidas por el triunfo de la fe a través del terror sagrado.
Aunque no es rara la competencia entre las diversas empresas del terror, lo más común y productivo es la colaboración. A ella ayuda una modalidad de la fe musulmana que recorre a todas transversalmente: la escuela deobandi del Islam, que en otras latitudes se llama salafista, caracterizada por su rigorismo e interpretación literal del Corán. Esa colaboración se produce en lo que se ha dado en llamar “un archipiélago de micro-emiratos de la sharía en el cinturón pastún” de Afga-Pakistán (Seth G. Jones, en Survival, del International Institute for Strategic Studies, agosto-septiembre 2011).
Terror Valley es admirado tanto por su alta letalidad como por su alcance global, acreditados por los casi tres mil muertos en pocas horas del 11 de septiembre del 2001, y los casi doscientos de Madrid, el 11 de marzo del 2004, y los cincuenta de Londres en 2005. Todas estas operaciones fueron posibles gracias a que sus agentes “tienen mucho mundo”, son verdaderos cosmopolitas como corresponde a estos tiempos de globalización. Este cosmopolitismo facilita que la empresa terrorista se difunda mediante franquicias. Por ejemplo, el ataque a Madrid fue concertado entre un tunecino, Sarhane Ben Abdelmajid Faket, y un marroquí, Amer Azizi, quien, con base en Pakistán, había escalado puestos altos hasta llegar a ser el segundo del jefe operativo de Al-Qaeda.
El encuentro preparatorio entre los dos tuvo lugar a mitad de camino entre España y Pakistán, en Turquía. El ataque a Londres fue coordinado por un iraquí. Dos pakistaníes planearon la voladura de varios aviones sobre el Atlántico, en 2006, y como se pasaron de cosmopolitismo, viajando demasiado frecuentemente entre Londres y Karachi, fueron descubiertos antes de poner en marcha su refinada tecnología. Es lo que tiene Terror Valley: que continuamente inventa nuevos procedimientos; por ejemplo, se han conocido el del tacón de zapato y el del calzoncillo para volar aviones, añadiendo a sus mortíferos inventos un simpático estilo doméstico.
El futuro de Al-Qaeda, la más prestigiosa marca de Terror Valley, es de momento una incógnita. Después de la muerte de su líder, ben-Laden, el pasado 2 de mayo, y la de su mano derecha operativa, el libio Atiya Abdel Rahman, caído el pasado 22 de agosto, se calcula que Al-Qaeda se ha quedado en Pakistán con unos 300 agentes bajo el remoto liderazgo del egipcio al-Zawahiri, todos los cuales de momento prefieren mantener un perfil bajo, para no llamar con sus movimientos la atención de los servicios de inteligencia norteamericanos. Suponemos que ese compás de espera es sólo el descanso que se merecen los mejores tecnólogos del terror, que tan próspero porvenir han abierto a su Valle. Pero no hay peligro de que baje la actividad terrorista. Para suplir temporalmente a Al-Qaeda, los micro-emiratos de Pakistán innovan incansablemente día y noche.
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